COPs: el largo camino hacia Belém

Tomas Soares
Senior Manager en Climate Change en KPMG Brasil
En Belém, el planeta no estará negociando únicamente compromisos; estará negociando su propio futuro.
14.08.2025 | Opinion

En 1992, Río de Janeiro fue sede de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, la Cumbre de la Tierra de Río-92. Más de 170 jefes de Estado y miles de negociadores se reunieron para debatir cómo conciliar el desarrollo económico con la preservación ambiental, un tema hasta entonces marginal en las grandes agendas internacionales. El resultado más duradero fue la creación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), que reconoció oficialmente que el calentamiento global es causado por la acción humana y requiere cooperación internacional.

Para implementar el tratado, nació la Conferencia de las Partes o COPs: reuniones anuales de casi 200 países para revisar avances y negociar nuevas medidas. La primera se celebró en 1995, en Berlín. Desde entonces, las COPs han alternado entre momentos de avance histórico y bloqueos diplomáticos frustrantes. La COP3, en Kioto (1997), dio lugar al Protocolo de Kioto, que impuso objetivos obligatorios de reducción de emisiones para los países desarrollados. Aunque innovador, dejó fuera a grandes economías emergentes y perdió fuerza cuando Estados Unidos se retiró.
 
El cambio más decisivo llegó con la COP21, en París (2015), cuando 195 países firmaron el Acuerdo de París, comprometiéndose a limitar el calentamiento a “muy por debajo de 2°C” y, de ser posible, a 1,5°C. Todos los países asumieron metas propias (NDCs), revisables cada cinco años, creando un ciclo de ambición creciente —aunque, en la práctica, las metas actuales están lejos de garantizar la estabilidad climática—.
 
Desde entonces, las COPs han registrado avances parciales. En Glasgow (2021), la COP26 marcó el compromiso de reducir gradualmente el uso del carbón. En Dubái (2023), la COP28 introdujo en el texto final la expresión “transición para alejarse de los combustibles fósiles” —un avance en el discurso, pero sin plazos vinculantes—.
 
Ahora, todas las miradas se dirigen a Belém, en 2025. La COP30 será histórica por dos motivos centrales: tendrá lugar en la Amazonía, la mayor selva tropical del planeta, y coincidirá con el plazo para presentar nuevas NDCs compatibles con el objetivo de 1,5°C. Esto implica que los países deberán proponer recortes más profundos en las emisiones, acelerar la transición energética, eliminar subsidios a los combustibles fósiles e invertir en soluciones basadas en la naturaleza.
 
Para Brasil, país anfitrión, la oportunidad es estratégica. El gobierno podrá utilizar la COP30 para proyectar liderazgo climático, mostrar resultados concretos en la reducción de la deforestación, fortalecer políticas ambientales y presentar un plan económico de bajo carbono. Pero también estará bajo intenso escrutinio: la comunidad internacional exigirá coherencia entre el discurso y la práctica, especialmente en el uso de la tierra, la explotación de petróleo y el diseño del mercado regulado de carbono que está en desarrollo.
 
La COP30 no será solo otra reunión diplomática. Será un punto de inflexión sobre hasta dónde el mundo está dispuesto a llegar —y con qué rapidez— para evitar los peores impactos de la crisis climática. En Belém, el planeta no estará negociando
únicamente compromisos; estará negociando su propio futuro.

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